El hombre exterior tiene tres Yoes: el Yo del cuerpo (físico), el Yo de la Personalidad (psíquico) y, en potencia, el Yo real (espiritual).
Teóricamente, el Yo real debería haber asumido la responsabilidad del comando de todo el sistema.
Sin embargo, desde la caída de Adán el Yo real está relegado, bajo el aspecto de fuero interno, al último plano de la conciencia de vigilia, dominada por el Yo psíquico de la Personalidad.
Pero ésta, que dirige por así decir, interinamente, carece de unidad. Tornadiza, flotante, múltiple, sólo puede
actuar de manera desordenada. Tanto es así que el Yo del cuerpo, que normalmente debería obedecer al Yo psíquico, le impone a menudo sus propios
móviles. Un ejemplo banal de tal dominación está dado por el adulterio
originado en una atracción sexual sin ningún lazo espiritual. (No confundir con
la explotación de la atracción sexual con metas determinadas por los cálculos
del centro intelectual de la Personalidad.)
Si pasamos revista en nuestra vida a diferentes ejemplos de relación entre
los tres Yoes nos será provechoso volver a meditar sobre el símbolo del Carruaje,
que ofrece numerosas e instructivas analogías al respecto.
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Usamos el Yo de la Personalidad en el estado de vigilia. Durante el sueño
perdemos conocimiento de ese Yo y el del cuerpo toma su lugar. Desde luego,
las funciones puramente fisiológicas tienen un carácter continuo, pero es recién
cuando el hombre está dormido —o sea cuando el Yo psíquico se desvanece y
ya no se inmiscuye en la actividad del Yo del cuerpo— que el Yo del cuerpo actúa
sobre el plano que le es propio, sin trabas y a ,abiendas. Cabe observar que el
Yo del cuerpo nunca desaparece totalmente en casos de letargia o anestesia, ni
siquiera en el coma.
El centro motor sirve de órgano de manifestación al Yo del cuerpo. Se verá
más adelante que no es n l único en cumplir esa función. En cuanto al Yo
psíquico, el de nuestra Personalidad, se expresa generalmente por los centros
emocional e intelectual. No obstante, en la mayoría de los casos utiliza esos
centros de manera inadecuada y suele, además, intervenir en el funcionamiento
1. Marcos, IV, 11.
del centro motor. Consecuencia inmediata de este estado de cosas es la ilogicidad
de nuestra vida psíquica: el Yo del cuerpo entra en competencia con el Yo
de la Personalidad, el cual, en tanto múltiple, no tiene —y no puede tener—
continuidad lógica en las ideas ni en los actos. Así pasa el hombre su vida, de
acciones en reacciones y de reacciones en acciones. Esta incoherencia de nuestra
vida es harto conocida y sirve a menudo de trama a las producciones de
novelistas y dramaturgos. En la Tradición se evoca a menudo en estos casos la
imagen de una coexistencia de tres hombres en el hombre: uno que piensa, otro
que siente y un tercero que actúa. Se describen süs intromisiones en los
dominios ajenos, intromisiones que, según los casos, pueden ser naturales o no
naturales, saludables o dañinas. Las intervenciones no naturales son siempre
nocivas yen ellas radica la causa de buena parte de nuestros conflictos internos y
externos. A veces suaves, en otros casos violentas, estas intromisiones se
agravan aún más por el hecho de que los centros, dada su división en sectores,
no pueden actuar de manera autónoma, aún cuando cada uno pretenda
imponerse a los otros. Cuanto más fuerte es la acción emprendida por un centro
tanto más fuerte será el arrastre mecánico que sufren los otros dos —casos
patológicos aparte.
Dado que el Yo de la Personalidad está formado por un número considerable
de pequeños Yoes dispuestos en diferentes grupos que, a su vez, rigen
nuestras actitudes y nuestras acciones ¿cómo conciliar este estado caótico con
la continuidad, aunque más no sea aparente, de nuestra vida psíquica? Tres son
los elementos que fundamentan esta apariencia de continuidad:
—el nombre;
—la experiencia fijada por la memoria;
—la facultad de mentirse y de mentir a los demás.
El nombre que llevamos corresponde al Yo de la Personalidad, o sea al
conjunto de las partículas de limadura, cualquiera sea la posición recíproca que
éstas adopten. Desde la adolescencia, el nombre corresponde también a la
representación que el hombre se hace de sí mismo en el estado de vigilia más,
a menudo, el agregado de una imagen ideal de sí, imagen de lo que aspira a ser
o devenir.
Por eso se aferra a su nombre como a una tabla de salvación. En efecto, todo
lo que existe tiene un nombre, sin nombre no podemos imaginar ninguna
existencia psíquica o física, real o fáctica.
En el caso del hombre, su nombre y apellido cubren el conjunto de lo que
puede definirse como su universo propio, tanto en sus elementos concretos
como en los imaginarios, a menudo considerados por él como reales.
Mouravieff, Boris; Gnosis, Cristianismo Esotérico, 1989
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